martes, febrero 27, 2007

Toda la noche matándote, maldito zombi

Este precipitado post refleja la forma en que accedimos a la opera prima de Keiji Inafune como líder de diseño: Dead Rising.

Hacía tiempo que este juego se mostraba como la más clara alternativa a los Resident Evil y como lo único bueno que tubo la 360 en su lanzamiento. A nivel personal, tanto mis amigos como yo estábamos convencidos de que éste juego nos iba a proporcionar la mejor representación interactiva de aquello que tanto deseamos: una invasión del muertos vivientes.

Así, imbuidos por el espíritu de Zombi (por si acaso: la película de George A. Romero), nos hicimos con un televisor plano y grande y con una sala de estar en la que pasar la noche. Tras engullir la comida que se debería engullir cada vez que un nuevo amanecer de los muertos acecha nuestras pantallas (cerveza y pizza de la casa Tarredelles, claro está), nos pusimos a jugar. Pasamos toda la noche turnándonos el mando. El objetivo: pasarse el juego. La realidad: decepción.

El juego presenta una de las más sorprendentes tomas de contacto que recuerdo. Se parte de la tópica situación de paseo en helicóptero por el pueblo maldito pero se muestra todo mediante la cámara de fotos del personaje central. Pasamos varios minutos sacando fotos, cada vez más horrorosas y que nos muestran a la perfección cómo funciona su mecánica. Una coreografía perfecta que nos introduce bastante bien, un seguido de grandes planos generales decididos (en parte) por el jugador que muestran la situación. Emocionalmente estamos en el punto.

Pero, de repente, damos con los pies en el suelo. Caemos sobre un tejado, nos habla un estrambótico hispano llamado Carlito (al que podríamos considerar como un primo lejano de Sadler de RE 4) y tomamos el control. Un estilo clásico perpendicular con cámara libre unos pocos metros detrás del personaje y apuntado sobre la cabeza. Vamos, un beater.

A partir de aquí nos encontramos golpeando todo lo que se nos cruza con los variados objetos del escenario e intentando salvar a gente. Esto nos lleva a un cambio de registro en el tono de la obra. Salvamos a gente estereotipada y golpeamos a los zombis con balones de fútbol, bancos, sombrillas, cortadores de césped… El negro humor del cine de terror se ha hecho patente. No con las intenciones críticas del padre del género, pero sí con la imbecilidad del pasado de rosca spaghetti zombi de los ’70.

Ver al fotógrafo vestido de gay con mocasines atizando a un malo final con una escoba y un cubo por falta de balas es todo un descojone. Y ayuda mucho a una determinada parte del juego, ya que permite al jugador crear el gag. Somos nosotros los que hacemos la estupidez que nos hace reír y este es un mérito del que pocos son los juegos que pueden alardear.

No obstante, aquí acaban los puntos fuertes del diseño. DR es la demostración de que copiar el modelo open world de GTA no es sinónimo de victoria. El juego flota entre una trama que se va aconteciendo según una serie de Casos y varios intentos de rescate a gente desparramada por el escenario. Mediante un teléfono móvil vamos siendo informados de lugares a los que ir o cosas que van pasando. Ese maldito celular suena cada dos por tres y acaba haciendo que sientas deseos de quitar el volumen del juego.

La jugabilidad nos obliga a regresar constantemente a la base libre en la que metemos a la gente que rescatamos. Esto podría haber resultado interesante, de no ser porque pasamos allí más del 40% del juego. El mapeado no es gigante. Lo podemos recorrer en poco tiempo, pero se echa de menos el estar aposentado en diversas zonas. No es llamativo tener que partir siempre del mismo lugar para llegar a uno nuevo.

A esto le hemos de sumar que las misiones no destacan por su originalidad, por lo que el jugador tiende a realizar acciones repetitivas y utilizar estrategias que, una vez pensadas, resultan siempre útiles. Nunca nos vemos obligados a cambiar nuestro curso de acción, no pensamos nada nuevo. En este sentido, el juego es muy poco flexible.

Lo peor de todo es lo que nos sucedió. Emperrados en acabar con una enemigo llamado Cletus, dejamos correr la hora de realización de uno de los casos. Eso hizo que, cuando acabamos el que estábamos haciendo, el juego nos mostrase una decepcionante pantalla en la que se iban cancelando todos los casos hasta el final. Luego apareció un contundente mensaje que rezaba algo así como “la verdad no saldrá nunca a la luz”. Se nos daba la opción de seguir jugando o de volver a cargar la última partida. Teniendo en cuenta que la última partida la habíamos salvado hacía 10 minutos y llegábamos más de 11 horas tarde al caso, hubiera sido ligeramente complicado realizar el modo historia. Gran decepción que te obliga a parar la consola y pensar si tanta libertad y sensación de cotidianeidad es complementaria con la capa superior de jugabilidad. Por las 9 horas que jugamos, la conclusión es que no. Golpe frustrante.

Pero la decepción viene de antes. El juego no sabe por dónde va. Se presenta como un juego de terror y clara desproporción. Un juego en que nos tenemos que sentir en constante amenaza, pero en el que sólo nos sentimos amenazados cuando hay demasiados enemigos como para reventarlos. Lo normal es verse como un superfotógrafo que entrena 10 horas al día en el mundo de Ninety-Nine Nights.

Aún así, el juego logra hacernos sentir de forma efectiva el paso del tiempo. Un crono aparece en pantalla con cada cambio de estancia y nos recuerda lo que nos queda para salvarnos. Nos crea una cierta tensión. Su mejor baza en este sentido es el paso del día y la noche. La duración es realmente buena. Evidentemente el juego no dura 72 horas, pero el jugador siente que la noche va pasando lentamente y nota una gratificante sensación cuando ve despuntar el alba. Por ahí desearía que hubiera ido el juego.

Pese a todo esto, no pierdo la fe en Inafune. Lost Planet: extreme condition me da la sensación de ser un juego algo más maduro que DR. Se han aprendido cosas y se ha adaptado la jugabilidad a las mecánicas de forma más certera.

Pero, ante todo, los juegos de Inafune me llaman porque son la conversión jugable de los universos de falsa serie B del cine de los ’70 y ’80. DR era Zombi. LP es La cosa (gran, gran Carpenter). Quizá Inafune se esté convirtiendo con estos juegos en la encarnación de los Coscarelli, Hooper o Landis de la época. Esperemos que así sea.

viernes, febrero 16, 2007

Se trata de jugar

El ser humano es social. Desde que nace, su evolución es marcada por el número y calidad de interacciones sociales. Es cierto que podría haber humanos criados entre jabalíes durante 25 años, al estilo Mowgly o Victor de Avignon, pero en ese caso no serían humanos, sino humanoides.

Los referentes de los videojuegos, aquello que hace que el jugador pueda interaccionar con los significados propuestos, son evidentemente sociales. Tendemos a pensar que lo social implica necesariamente lo colectivo. Pero la forma de plantear el videojuego tiene poco de eso, más bien es una experiencia individual.

La tendencia individual de juego parte de la tecnología. La primera Maganvox Odyssey significó llevar las máquinas de arcade a las casas. Esto es, ponerlas en la tele. Poco a poco esto se traduce en un tipo de experiencia basada en la relación “persona – sala de estar”, lugar en el que solía estar la única tele de la casa.

El aumento de la vida media económica posibilitó un mayor número de televisiones en las casas. Ahora la videoconsola podía meterse en nuevos lugares. La relación podía ser “persona – habitación”. La habitación suele ser el refugio del joven solitario. El único sitio de la casa que considera su feudo y en donde nadie puede transgredir sus normas. O, lo que es lo mismo, el lugar idóneo para un videojuego o para un ordenador.

No es de extrañar que la mayoría de juegos sean de 1 player. Como mucho presentan alguna opción para 2 jugadores, pero nunca acaba de ser lo básico. Pantallas partidas o cooperativos son la norma general, pero hay pocos modos realmente buenos. En la era 16 bits se intentó expandir la experiencia a 4 o más jugadores con cosas como el 4 way play de Megadrive, no teniendo demasiado éxito. La generación 32/64 bits tuvo los 4 puertos simultáneos de N64. La cosa tampoco fue nada del otro mundo. Lo habitual era dividir la pantalla en 4 partes, algo poco atractivo, pues todo era demasiado pequeño. Por otra parte, en los arcade siempre han sido más aceptados los modos multiplayer in situ. Dos pistolas, dos pantallas y a disfrutar.

El tipo de juego que proponen estas partidas está orientado claramente a lo individual. Sin embargo, la aparición de internet mete en la pomada el juego colectivo por red. La propuesta del acto lúdico sigue siendo individual pero ahora se cuenta con las demás personas que están actuando en el mismo espacio virtual que el jugador al mismo tiempo.

La idea es un joven empotrado ante la pantalla de su ordenador pero hablando con sus compañeros de equipo vía chat o “audioconferencia”. Nótese que ya no se habla de enemigos, si no de compañeros. El esquema sigue siendo el mismo (1 vs pantalla) pero ahora se tiene en cuenta a los clanes que se forman, las actitudes y capacidades de otras personas, etc… Se orienta al jugador hacia la comunidad, variando eso tanto el diseño de juegos (hasta que nadie lo haga bien, no tendrá sentido un Viewtuful Joe comunitario) como el concepto de juego en sí. Jugar ya no es un acto pseudo onanista, sino que implica el uso de las facultades sociales del jugador y de las inteligencias colectivas.

Otro tipo de propuestas nos conducen al no juego con apariencia de tal. Second Life (esto es, The Sims sin ser simulador de Dios) es la conversión del Msn messenger al mundo de la interactividad lúdica. Se adopta un punto de vista clásico de juego de acción, se crea un mundo con reglas propias y se le permite al “jugador” utilizarlas como le parezca mejor. Aquí nos podemos divertir como nos venga en gana. Pero, oh!, no hay objetivo final. Second life es un arma de comunicación masiva camuflado bajo el ideario visual de lo lúdico.

La nueva generación de consolas no escapa a esta socialización de los juegos. 360 saca cosas como Viva Piñata, Sony se inventa Buzz o Sing Star y Wii se lleva la palma.

Estas formas de jugar nos acercan más a los recreos en tablero de toda la vida. Todo el mundo sabe lo que es el Monopoly pero ya me diréis quien conoce a Kratos. Los juegos de mesa, las ludotecas, el pilla pilla y ese tipo de divertimentos requieren de la actuación simultanea e in situ de varias personas.

Nintendo y su estela casual gamer proponen un tipo de juego totalmente colectivo, como los que realizamos cuando estamos de cachondeo con los amigos. Dani Sánchez-Crespo comentaba durante una sesión que los juegos de Wii podían jugarse mirando al jugador haciendo estupideces en lugar de mirando a la pantalla. Sucede lo mismo con Sing Star, juego al que te puedes partir de risa escuchando la trémula voz del tímido jugón intentando seguir los ritmos de Van Gogh. La sensación del jugador ya no es “mirad lo que sé hacer, soy un máquina!” sino “mirarme, estoy haciendo el paria!”. Este tipo esquema busca reconvertir el juego en una experiencia social mas allá del propio videojuego. Y lo hace mediante pretender q el jugador identifique el videojuego con el juego real.

Aunque pueda parecer un paso atrás, esto es más vivo y accesible que un imaginario inventado y propio del género videojuego. Mi prima no quiere saber nada de la heroína de turno de FF pero le encanta imitar (de forma virtual) gilipolleces como meterse un dedo en la nariz (Wario Ware).

Peliculas como American Pie o Sé lo que hicisteis el último verano pueden ser referentes. El estereotipo de los jóvenes allí presentes entronca con un concepto de realidad con el que se sienten identificados los espectadores, aunque sea altamente improbable que suceda algo en la vida real de lo que pasa en esas películas. No creo que tardemos en descolgarnos con “American Wii”, el juego del duro, la charranca o papás y mamás (¿para cuándo el juego de enfermeras?).

No sabemos aún a dónde nos va a llevar la revolución Wii, más aún cuando el ideario de los juegos estándar nos ha guiado con solvencia durante los últimos 30 años, pero plantear lo lúdico desde un nuevo punto de vista puede ser una salida a tener en cuenta.