“Vosotros, ¿de qué tipo de videojuegos sois?”
Esta pregunta (si no era la misma en forma, sí lo es en fondo) la dejó caer Jaume Peris, un antiguo profesor de publicidad que tuve durante la carrera. Formulada desde la más absoluta inocencia, lo único que buscaba era conocer a un tipo de target.
Para él, había una división sencilla: colorines y plataformas versus masacres y oscuridad.
Esta pregunta se puede plantear de otra forma: ¿Qué caracteriza al videojuego en tanto que género audiovisual? Y es preocupante. Porque vemos rápidamente limitado lo que son las ambientaciones de los videojuegos a muy pocas clases. Desde la abstracción colorista de los juegos 2D estilo Mario a lo árido de la next-gen como muestra Gears of war.
De hecho, no sólo se limita la ambientación e historia, sino también el tipo de género de juego. La tendencia al realismo nos ha llevado al crecimiento de los géneros de guerra. Aquí podríamos englobar a los FPS y a los 3rd person shooters, por ejemplo, aunque, en cierta medida, tendrían cabida también los RTS o ese submundo de los beat’m up que consiste en enfrentar a un hombre contra un ejército (Dynasty Warriors, Drakengard, N3…).
El caso es que posicionarse en un género suele implicar verse ceñido a una jugabilidad. Si más no de una forma sofocante, sí de una manera bastante genérica. En el caso de los juegos que comento, la conclusión básica de las reglas de juego es la de arrasar, la de matar y destrozar para poder avanzar.
Eso no está nada mal, el problema es que lleva años creando un bucle creativo que sí está anquilosando a los videojuegos como producto interactivo. Cuando cualquier neófito habla de juegos, lo primero que entiende es “matar marcianitos” (una poco sutil versión del concepto arrasar civilizaciones).
Creo que la nueva generación tiene que recoger la semilla plantada por algunos productos de la antigua. Se han de buscar diseños de juego que no consistan sólo en “que el player interaccione destructivamente con todo lo que los diseñadores le hemos puesto en la pantalla”.
Eso denota poca inteligencia por parte de los inventores. Tomemos como ejemplo la obra de Will Wright. Primero hizo Sim city, un juego en el que teníamos que construir y hacer crecer una ciudad. Luego The Sims, más que conocido por sus reglas de juego basadas en simular el comportamiento social humano. Y ahora Spore, un pretencioso juego en que haremos nacer el primer átomo del universo para poder llegar a la más avanzada de las sociedades.
La idea que defiendo es buscar lo que hacen Spore o Sim city: dejar crear al jugador. Que la jugabilidad no se base sólo en destruir cosas o en superar pruebas de habilidad. No limitemos los juegos a situaciones de respuesta motriz. Busquemos una forma de que el jugador sea libre de inventar su juego. Hacer a alguien creador le da el plus de la estima por lo que ha hecho. Acabar un juego teniendo algo propio es en sí una recompensa más poderosa que haber realizado un logro impuesto.
Y si esto no es así pensemos en aquella mítica historia que alguna vez inventasteis en GTA, al estrellar un Jumbo contra una torre a la par que saltabais con paracaídas y enfundados en unos mocasines y un chándal mientras media policía del estado os seguía el rastro.
Los tiros van en esta dirección en el esperadísimo Little big planet, en la incógnita que es Spore o en el famoso Façade.
Parece que la nueva generación empieza a poner la potencia de sus procesadores en los cerebros de sus diseñadores. Ya era hora.
jueves, julio 19, 2007
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