domingo, agosto 31, 2008

Vida impersistente

De repente aparecí en una tierra salvaje, un escenario listo para la guerra. Entre mis brazos, un rifle que había causado millones de muertes. En mi mente, sólo un objetivo.

Comencé a moverme con sigilo, pegado a las paredes de la base, moviéndome por la sombra, como si eso sirviese de algo. Topé con dos mongoose, pero no monté. No quería levantar sospechas entre mis enemigos.

Busqué con la mirilla de mi rifle a los demás. A esos que son como yo, obsesos de la muerte, ávidos de una orgía de sangre. Nadie a la vista. Volví a mi escondite.

Me acerqué temerariamente a un molino de metal gigante y comencé a trepar como pude por su estructura. Seguro que desde arriba podría controlar el combate. Tenía que estar atento, porque seguro que uno de ellos había hecho ya lo mismo que yo. Pero cuando llegué arriba no había nadie.

Miré a todas partes. Y nadie. Ni siquiera los sonidos lejanos de las ráfagas de tiros, ni siquiera las explosiones de las granadas.

Algo receloso, caminé hacia la playa. Me resistía a pensar que aquello estuviera vacío. Recordé momentos vividos. Warthogs enemigos corriendo tras de mi, granadas lanzadas con el mayor tiento que no le daban a nadie, ráfagas de balazos interminables que nunca mataban al enemigo, movimientos vertiginosos de los más preparados, muertes imprevistas, muertes imposibles, muertes cómicas, muertes de todos los tipos…

En ese mismo escenario había reído nervioso al esquivar un misil por centímetros. Había apretado los dientes en un duelo suicida contra algún enemigo que ya no recuerdo. Había entendido que la reversibilidad no era tan útil. Allí había sentido la dicha de la guerra digital.

Llego a la playa. Está vacía.

Años después, el último recurso está vacío. Ya no es tierra salvaje, ahora es un escenario manso. Una vieja gloria. Un falso mundo persistente de vida impersistente.

Hace años, el multiplayer me recordó que los juegos son historia orgánica y cambiante. Que cada partida es única e irrepetible. La reversibilidad se antojaba más como un problema sin solución que como un específico del medio.

Pero lo que más entristece es ver que ese escenario ya no tiene vida. Como si los juegos comenzaran a entender que no son inmortales.

miércoles, agosto 27, 2008

¿Último nivel?

"Hay en todas las cosas un ritmo que es parte de nuestro universo. Hay simetría, elegancia y gracia... esas cualidades a las que se acoge el verdadero artista. Uno puede encontrar ese ritmo en la sucesión de las estaciones, en la forma en que la arena modela una cresta, en las ramas de un arbusto creosota o en el diseño de sus hojas. Intentamos copiar este ritmo en nuestras vidas y en nuestra sociedad, buscando la medida y la cadencia que reconfortan. Y sin embargo, es posible ver un peligro en el descubrimiento de la perfección última. Está claro que el último esquema contiene en si mismo su propio fijeza. En esta perfección, todo conduce hacia la muerte."

De "Frases escogidas de Muad'Dib", por la Princesa Irulan.

martes, agosto 26, 2008

Un turista en las calles de Rapture

Elegí Rapture, como tantos otros.
Sus callejuelas eran como una pequeña maqueta distópica e inimaginable. Una casa de muñecas de los horrores.

Elegí Rapture porque su look me incitaba. Era el único juego capaz de combinar art nouveau, arquitectura de post-guerra y cine de terror bajo un pretexto ci-fi de mitades del siglo XX. Era el look más intenso del 2007.

Elegí Rapture porque me cameló la casualidad disfrazada de destino. Creí en el avión que caía. En el inicio sobre el agua. En la potencia de la torre perdida en el inmenso océano.

Elegí Rapture porque creí en la promesa de Ryan. Ni dioses, ni reyes, sólo el hombre.
Pero Rapture no me eligió a mí.

BioShock no ha logrado sumergirme bajo su océano, sino que me ha hecho morir de ganas de volver a la superficie. No por su angustiosa ambientación, eso es lo que quería ver, sino por su diseño de angustia.

La idea de las habilidades metahumanas está muy bien. Es muy poderoso ir tirando rayos por ahí o usando la telequinesis. Las armas son muy llamativas y la posibilidad de ir haciendo crecer al personaje a base de plásmidos resulta interesante.

Pero todo se queda en un apunte. Pronto me doy cuenta de que no tengo dinero para comprar todas las balas que necesitaría. La efectividad del armamento resulta nula pasadas unas horas de juego. Creo que puedo solucionar eso yendo a una de esas máquinas expendedoras que me permite modificar mi tecnología de muerte, pero, de repente, descubro que hay un millón de expendedoras distintas. No sé cuál usar. Tengo que ir al pesado menú y buscar, pasadas 10 horas de juego, cuál era la dichosa máquina. Y lo peor es que siempre está a la otra punta del mapa.

Y el mapa son las calles de Rapture. Y se parecen más a los niveles de Doom que a algo coherente y circulable.

Tal es el problema de la arquitectura del nivel que los diseñadores optaron por poner una flecha en la parte superior de la pantalla que indica en qué dirección avanzar. Casi todo el tiempo. Eso convierte mi paseo por la ciudad en una caminata turística del terror. Bioshock vuelve a fallar donde tantos otros lo han hecho: en la incapacidad de crear un nivel navegable que no requiera de la constante orientación extradiegética.

Otro problema que me encuentro durante mi estancia es que el terror que pasé al inicio del viaje se ha ido diluyendo a toda velocidad. No por su ambientación, sino por mi capacidad para renacer. Cada vez que muero, aparezco en una cámara reanimadora a escasos metros de la acción. La idea puede estar bien, pero me da la sensación de cataplasma mal parido que intenta sanar la dificultad de los enfrentamientos. Así se crea una falsa idea de inmortalidad en el jugador que le conduce a no pensar en el combate, sino a vaciar el cargador perdiendo mil vidas hasta que el enemigo ha caído. El uso del botiquín no se entiende como un power up, sino como una posibilidad de no perder tiempo teniendo que regresar al lugar del combate para seguir luchando.

Otro punto oscuro de mi visita es el relativo a los objetivos a cumplir. Ni el guión ni el diseño del nivel impulsan una consecución de objetivos llamativa. La mayor parte de las situaciones se basan en misiones del tipo “Ve a”. Cuando llego al lugar, se dispara una “escena de sonido” en que alguien me dice que vaya a otro lugar para hacer algo más.

Y los Big Daddies me dejan solo. Entre callejuela y callejuela los encuentras. Cada vez más lejos de sus niñitas, cada vez más desperdigados como si fuesen estatuas andantes sin uso alguno. Porque los señores de la escafandra sólo te hacen caso si se lo pides. Resulta bastante cómico chocarse con uno de ellos en una escalera y tener que cederle el paso porque sigue caminando sin hacerme caso alguno. Parece una decisión tomada a conciencia, pero no deja de desanimarme que, teniendo un arma tan potente como el Big Daddy, Bioshock me haga perderle el respeto de tal manera.

Y más aún cuando descubrí que la recompensa por acabar con uno de ellos era tener que tomar una decisión. La idea es genial. Decidir en lugar de recompensarme directamente es digno del Rapture que esperaba. La decisión es de las más sórdidas que se pueden tomar en un videojuego, os lo aseguro. Lástima que pierda su peso, o quizás es que yo he ido perdiendo mi alma…

Pero me da rabia, porque las calles de Rapture eran una garantía. Un portento artístico, una idea arriesgada en cuanto look, todo macabro. Un uso fascinante del desarrollo de narrativa mediante la dirección artística. Pero el propio diseño del juego le pasa por encima con sus flechas y sus mapas y me deja como un turista más, perdido en una ciudad que había visto en una catálogo, en lugar de en mi mente.

Las calles de Rapture son para hacer turismo, no para viajar… aún.